viernes, 14 de septiembre de 2012

EL CAJÓN DE LOS SECRETOS





EL CAJÓN DE LOS SECRETOS

Creo que ella lo que busca es alguien muy parecido a la visión evangelizada,  infranqueablemente idolatrada y meticulosamente estudiada, aprendida, de lo que quiera que sea su padre. Así que la siento en mis rodillas, le meto un poco la mano entre los muslos y trato de contarle milongas y embelesarla con cuentos chinos para que crea que la protegeré siempre y que cuando a ella le venga en gana me doblegaré como un perro adiestrado a palos; que seguramente ella tendrá el control, ya sabes, el mando de la tele, el lado bueno de la cama, el más cercano a la ventana... Dejaré en sus manos, para que lo ejecute a su libre albedrío, el poder de decidir quién friega, barre y quién hace la comida; la música que pondremos en el coche en los trayectos cortos o en los largos, a la ida o a la vuelta a ninguna parte, o a todas partes a las que queramos ir y volver; que bajo ningún concepto osaré fumar en la habitación detrás de un buen coito; que siempre que tengamos que elegir, primero lo hará ella, y yo siempre la apoyaré y comprenderé y también acataré su decisión con entusiasmo; que no me voy a cagar las patas abajo cuando me eclipse, que eso son cosas que pasan y particularmente y por beneficio mutuo de este extraño recoveco que denominamos “amor”, paso de darle vueltas a la cabeza con lo que dirán de mí mis amigos y los extraños que quieran meterse donde no los llaman con respecto a todas esas otras cosas cotidianas y menudillas que mostremos en público, jejeje, ¡qué palabra!: “menudillas”. Es más, suelo jurar por lo más sagrado del panteón universal de iconos disponibles en toda la Galaxia que procuraré que el “Black” de los Pearl Jam suene en mi iPod las menos veces posible... Quiero hacerla entender que sé perfectamente lo que significa el sacrificio en pos de amar, y por otra parte me tiro al barro con la eterna promesa de que jamás me llegará a oler el aliento más allá del tres en una escala de diez. Y suelo, en esos momentos entusiastas a más no poder, enumerar hasta la saciedad los arquetípicos comentarios de lo que haremos cuando tengamos al niño…, y es que últimamente está, cómo lo diría, sí, a punto de estallar en un ataque neurótico, desquiciada, o mejor aún, más inestable que uno de esos explosivos líquidos: la nitroglicerina, creo, ¿sabes?,  muchas veces pienso, cuando la tengo así cogida y la abarco entre mis brazos como si fuera una cría de seis o siete años, que no podré contenerla y que se va a expandir en cualquier momento del mismo modo que una pandemia con muy mala hostia, porque en el fondo, muy en el fondo, yo sé que lo nuestro atravesará grietas, turbulencias, fases críticas de desgaste emocional y que a lo mejor uno no va a estar a la altura de las circunstancias. No hay quién me quite de la cabeza que cuando me rete y yo no tenga un buen día, no voy a quedarme quieto. Entonces, mi boca se abrirá y transmitirá toda esa serie de palabras atrevidas e incontenibles, las cuales no podré tamizar para controlar lo que realmente yo quiero que ella escuche. Y en esos momentos cometeré el grave error de sacar a la luz esos destellos atiborrados de veracidad punzante que me dejarán desnudo. Sé que no me conviene estar en pelotas delante de mi chica porque al cabo del tiempo, cuando nos enfriemos y la materia vuelva a adoptar su anterior ubicación, volverá a decirme que vamos a aclarar tal o cual cosa que de otro modo habría mantenido sepultada en este cajón podrido de secretos.

Publicado en La hamaca de lona, nº 25, noviembre de 2009