Esta es mi desgracia, si es que así puede llamársele. No podría enumerar cuántas estrellas cifran mi firmamento, pero sí que sé lo que es cada átomo de derrota. Conozco perfectamente ese tono desabrido con el que intento anclarme a la realidad que me atañe, ahora. Ahora. Ahora que el fardo ya no pesa, ahora que perdí mi puesto de reponedor de papel higiénico en los anaqueles de mi sueño. Vaya usted a saber adonde estará ahora. Ahora.
En una época extraña no hay nada anómalo en que todo te resulte extraño. Yo, el extraño. El no yo. La mímesis del Yo mezclado entre las circunstancias de los otros, yo riéndoles las gracias. Yo, aparcando mi furgoneta de repartidor de papel higiénico en línea amarilla. Yo, temeroso de la multa, colocando un cartel en el salpicadero: vehículo estropeado, gracias.
Cuánto tiempo perdido, cuánta declaración exclusiva,
colocando uno tras otros los pergaminos de papel higiénico, como si nunca fuera
a agotarse, como si a alguien le interesara lo más mínimo los troqueles con los
que intentaba hacer interesante el paso por la cadena de montaje de esta
fábrica. La fábrica, la maquinaria de la fábrica, aparentemente imperecedera.
Pero todo fluye, peligrosamente fluye y confluye y tú estás ahí, parado, con el
flexo cegando y los ojos hartos ya de existir. Todo fluye. Y debe transcurrir
tiempo, y debes esperar a que el tiempo te pase por encima. Tan seguro estás de
tu gloria.
Relato inédito, 2012.